Fruto del espectacular avance de la ciencia en los últimos decenios, la globalización está transformando de forma radical el orden social y económico del siglo XXI. En un mundo más pequeño y conectado, el progreso y el bienestar llegan hasta el último rincón del planeta, rescatando de la miseria a cientos de millones de personas. Sin embargo, la nueva economía virtual, sumada a la progresiva sustitución del trabajo humano por robots y computadoras, ha generado también un incremento de la desigualdad de tal dimensión que preocupa incluso a quienes no la padecen.
La distribución del trabajo y la acumulación de la riqueza se ha distorsionado, tensando a la sociedad hasta el punto de asomarse al abismo de la ruptura. La incertidumbre y el desconcierto se instalan en la gente y los políticos no ofrecen una respuesta racional sino al contrario, algunos apelan a las emociones más primarias. No la ofrecen porque no la tienen, y no la tienen, sencillamente, porque no son capaces de imaginar un sistema diferente.
Este libro, que ya ha provocado un impacto considerable en su versión digital abreviada, llama a encarar el desafío desde una óptica tan audaz como realista. Rutger Bregman no propone recetas milagrosas ni fórmulas magistrales. Reconoce las dificultades que entraña un cambio profundo del modelo social, y está convencido de que éste no surgirá de un genio solitario ni de ningún grupo de iluminados, sino de arraigar en la conciencia colectiva la idea de que otro modelo es posible y beneficioso para todos.
Asentado sobre el estudio de hechos históricos contrastados y el análisis de miles de trabajos de investigación, Utopía para realistas es el resultado de un ejercicio de imaginación, libre y sin prejuicios. Su publicación en varios idiomas servirá, sin duda, para avivar el debate acerca de cómo resolver la gran paradoja de nuestro tiempo: que en la era de la abundancia, millones de personas sufran escasez. Pongámonos a pensar. Soñemos con la Utopía.
Empecemos con una pequeña lección de historia: en el pasado, todo era peor.
El 99% de la humanidad, a lo largo del 99% de la historia, pasaba hambre y era pobre, sucia, temerosa, ignorante, enfermiza y fea. Y no hace mucho, en el siglo XVII, el filósofo francés Blaise Pascal (1623-1662) describió la vida como un enorme valle de lágrimas. «La grandeza del hombre —escribió— radica en que se sabe miserable.» En el Reino Unido, su colega Thomas Hobbes (1588-1679) coincidía con él en que la vida del hombre era en esencia «solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve».
Sin embargo, en los últimos doscientos años todo eso ha cambiado. En un breve período del tiempo que nuestra especie lleva habitando este planeta, miles de millones de nosotros hemos pasado de repente a estar bien alimentados, sanos, limpios y a salvo, a ser inteligentes, ricos y, en ocasiones, incluso bien parecidos. Mientras que en 1820 el 94% de la población mundial todavía vivía en la pobreza extrema, en 1981 ese porcentaje se había reducido hasta el 44% y ahora, sólo unas décadas más tarde, se sitúa por debajo del 10%.1
Si esta tendencia se mantiene, la pobreza extrema, que ha sido una constante en la historia de la humanidad, no tardará en ser erradicada para siempre. Incluso aquellos a los que todavía llamamos «pobres» disfrutarán de una abundancia sin precedentes. Donde yo vivo, los Países Bajos, un sintecho que recibe asistencia social dispone hoy de más dinero para gastar que el holandés medio en 1950, y cuatro veces más que un habitante de la Holanda gloriosa de la Edad de Oro, cuando dominaba los siete mares.2
Durante siglos, el tiempo apenas se movió. Desde luego, ocurrían muchas cosas para llenar libros de historia, pero la vida no mejoraba precisamente. Si pusiéramos a un campesino italiano del 1300 en una máquina del tiempo y lo situáramos en la Toscana de la década de 1870, apenas notaría la diferencia.
Los historiadores calculan que la renta anual media en Italia alrededor del año 1300 era de aproximadamente 1.600 dólares. Unos seiscientos años más tarde (después de Colón, Galileo, Newton, la revolución científica, la Reforma y la Ilustración, la invención de la pólvora, la imprenta y la máquina de vapor) era de… todavía 1.600 dólares.3 Seiscientos años de civilización, y el italiano medio estaba más o menos donde siempre había estado.
No fue hasta la década de 1880, cuando Alexander Graham Bell inventó el teléfono, Thomas Edison patentó su bombilla, Carl Benz trasteaba con su primer coche y Josephine Cochrane meditaba sobre la que podría ser la idea más brillante de todos los tiempos (el lavavajillas), que nuestro campesino italiano se vio propulsado por la marea del progreso. Y menuda marea. Los últimos dos siglos han visto un crecimiento exponencial en población y prosperidad en el mundo entero. La renta per cápita es ahora diez veces la de 1850. El italiano medio es 15 veces más rico de lo que lo era en 1880. ¿Y la economía global? Ahora es 250 veces más grande que la de la revolución industrial, cuando casi todos en casi todas partes seguían siendo pobres, hambrientos, sucios, temerosos, ignorantes, enfermizos y feos.