En los próximos días tendré el honor de celebrar el estreno mundial de mi largometraje número 16, “Viaje a los pueblos fumigados”, gracias a la invitación que me hiciera el presidente de la 68° edición del Festival Internacional de Cine de Berlín. Muchos críticos, colegas y amigos me preguntan sorprendidos por qué sigo filmando a los 82 años que celebro por estos días, acá en Berlín. Simplemente les digo que es mi mejor lenguaje y que queda mucho por contar, porque hay toda una dimensión desconocida de la Argentina.
Empecé esta serie de ocho largos documentales el 20 de diciembre de 2001. Cuando vi en la televisión que la policía montada arremetía sobre manifestantes pacíficos que estaban en Plaza de Mayo y entre ellos se encontraban las Madres de Plaza de Mayo, me di cuenta de que estaba en otro país. Era la época en que se gritaba: «Que se vayan todos»; de la crisis de la política económica y social. Así fueron naciendo Memoria del saqueo, La dignidad de los nadies, Argentina latente, La próxima estación (censurada la exhibición de su serie por el Gobierno anterior y por el actual, en el Canal Encuentro), Oro impuro, Oro negro, La guerra del fracking, Viaje a los pueblos fumigados.
Entonces comencé mis viajes de relevamiento por el interior del país, y lo que iba a ser un panorama de dos o tres horas, una suerte de fresco como La hora de los hornos, terminó en el hallazgo de un material tan extraordinario y extenso que empezó a dar lugar a una saga de películas. Fue en las regiones rurales donde recibí testimonios alarmantes sobre los efectos que generó el uso intensivo de agroquímicos muy tóxicos cuyos efectos se ocultaban o eran relativizados. Descubrí la cadena de complicidades de autoridades, empresarios, productores y sus empleados, medios gráficos, programas de radio o televisión, dependientes todos de la suculenta renta de la soja transgénica.
Viaje a los pueblos fumigados narra el drama de la intoxicación que tiene la población argentina. Comemos alimentos vegetales o envasados con una proporción de agrotóxicos y agregados químicos que día a día nos enferma y mata. Nadie dice saberlo o los que lo saben lo callan. Sé muy bien por qué lo digo. Junto al doctor César Lerena, nos hicimos estudios en un laboratorio en Mar del Plata que busca plaguicidas y agroquímicos en nuestro organismo. Lamento decir que me dieron mal, con gran presencia de glifosato en orina y también pesticidas en sangre. Y no soy el único. La mayor parte de la población argentina está contaminada por ingerir alimentos con agroquímicos. De esto nadie habla.
El hombre urbano y contemporáneo hace varias décadas que ha delegado el control de la fabricación de los alimentos que consume. ¿Por qué lo hizo? Tal vez porque la publicidad lo ha convencido de que tal marca o tal otra son de confianza absoluta y hay que fiarse de ellos. Pero cualquier ensalada tiene de 10 a 25 agrotóxicos, pesticidas o funguicidas, que no están solamente en la parte externa de la hoja, que se puede lavar, sino en la estructura de la planta. En cada alimento que comemos, incluida la carne, hay conservantes, saborizantes, colorantes, hormonas. Y si no hay hormonas, hay antibióticos y pesticidas. La carne que comemos es en un 75%-80% feedlot. Esto es responsabilidad del gobierno nacional, debería ser política pública la discusión de estos problemas.
El modelo agrario argentino es una contradicción peligrosa porque, en su búsqueda de mayor rentabilidad, terminó con las pasturas naturales y arrasó con los bosques nativos. La sojización avanza y vienen las consecuencias. Los suelos ya no retienen las aguas. Llueve y llega la inundación. Además, ha generado el desplazamiento de chacareros y poblaciones vulnerables, como los wichís, que están en la portada de la película: fueron corridos vilmente de sus tierras ante el avance de la frontera productiva.
Existen alternativas al uso de agroquímicos. Por ejemplo, en Rusia y en muchos países del este de Europa está prohibido el uso de glifosato y otros agentes químicos, pero no por eso dejan de producir alimentos. En la comunidad económica europea (CEE) y América del Norte, se desarrolla un intenso debate que ha limitado su uso a determinadas condiciones. Cada vez más se vuelve a los productos naturales, que se utilizan desde antes de que se desarrollara la industria química y penetrara en el proceso de la agroindustria.
Este nuevo largometraje es producto de una ardua investigación por siete provincias. El procesamiento y la elaboración me llevó tres años. Recabé el testimonio de ingenieros, productores, chacareros, maestros y directores de escuelas rurales, médicos, profesores universitarios, investigadores del Conicet y, por supuesto, poblaciones víctimas de las fumigaciones. En las regiones y con los pueblos víctimas de las fumigaciones pude constatar el incremento de cánceres, leucemias, diabetes, hipotiroidismo y malformaciones. Hace años que el doctor Andrés Carrasco, investigador del Conicet, probó por primera vez en el mundo las malformaciones que produce en los embriones el glifosato.
El objetivo de la película es el mismo que siempre he tenido, desde que comencé a hacer cine, a los 20 años. Mi deseo es que estas obras contribuyan a mejorar el conocimiento que el país tiene de sí mismo, en la lucha por visibilizar los problemas de nuestros compatriotas. Mientras investigaba y filmaba pude comprobar la absoluta desinformación y la falta de control sobre la fabricación de los alimentos que ingerimos. La película está dirigida a quien no tiene conocimiento, no tiene información ni tiene idea de las consecuencias que ha engendrado la desastrosa implementación de los agroquímicos en Argentina.
Pino Solanas
Participan de la película: Jorge Rulli (del Grupo de Reflexión Rural), Pedro Peretti (productor agropecuario), Adolfo Ball (ex director de INTA), entre otros; además de productores orgánicos, maestros rurales, directores de escuelas y pobladores que narran sus propias experiencias.